No sé si calificarlo de natural, porque con tanta frecuencia como ocurre casi parece instalado en nuestra configuración. Pero, desde luego, es habitual. Muchos de los que nos consideramos creyentes en Dios, practicantes y obedientes respecto a sus normas y que incluso, tenemos o queremos construir una relación personal y filial con Dios nos expresamos con tono de protesta, de queja, de añoranza acerca de la poca visibilidad de Dios en nuestra sociedad. Los motivos no son banales, es cierto, pero parece que reside en nosotros una tendencia a considerarlo alejado de nuestro día a día, ausente de los “ataques” que recibimos y causante -por omisión- de las penalidades que sufrimos. Y con frecuencia, acabamos confiando más en nuestras fuerzas y en nuestras acciones que en su Providencia.
Hoy recordamos a una mujer que en palabras de su íntima compañera Ana de San Bartolomé, “era de mediana estatura, más inclinada a pequeña que a grande, y bien proporcionada en todo. El rostro algo moreno, lleno y hermoso; los ojos negros, vivos y muy hermosos; la mirada graciosa y muy agradable; las manos pequeñas y bien formadas”. Si nos oyera, que nos oye, podría aconsejarnos “Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa… Quien a Dios tiene nada le falta: solo Dios basta”.
Y Teresa de Ávila, nuestra Santa Teresa, no nos habría recitado sólo una oración poética, sino el resumen vivo de una forma de mirar la vida: confiar totalmente en Dios, incluso en medio del dolor y la incertidumbre. Esa serenidad interior, nacida del amor profundo, sigue siendo hoy un modelo para cualquiera que ansíe el equilibrio en tiempos convulsos.
Su carácter firme, alegre y sensible revela que la santidad no es frialdad ni distancia, sino una plenitud humana vivida con pasión. Teresa sabía reír, organizar, escribir, negociar y dirigir; fue mística y gestora, poeta y fundadora, alma contemplativa y mujer de acción. Esa combinación entre oración y trabajo, entre interioridad y audacia, la convirtió en ejemplo de equilibrio entre Marta y María —las hermanas bíblicas que simbolizan acción y contemplación—. Ella misma decía que ambas “fueron siempre juntas para hospedar a Jesús”.
Su espiritualidad se apoya en tres virtudes que pueden transformar también nuestras vidas: humildad, desapego y amor fraterno. La humildad, entendida como “andar en verdad”, nos invita a reconocer quiénes somos sin máscaras, aceptando limitaciones y dones. El desapego o desasimiento, por su parte, libera del miedo, la ambición y la dependencia de lo material: quien confía en Dios puede soltar y vivir con paz. Y el amor fraterno, esa ternura práctica y comprometida con los otros, convierte lo cotidiano en lugar de encuentro con Dios. Teresa decía a sus monjas: “Aquí todas se han de amar, todas se han de ayudar”, un ideal tan vigente para familias, equipos o amigos como para una comunidad religiosa.
La confianza que Teresa propone no se opone a la acción, sino que la ilumina. En los momentos de ansiedad, su “Nada te turbe” puede leerse como una terapia de paciencia y esperanza: confiar no es rendirse, es seguir caminando sin miedo porque Dios está al timón.
En la sociedad actual, tan marcada por la prisa, la autoexigencia y la inseguridad, el ejemplo de Teresa sigue siendo medicina del alma. Nos recuerda que una vida plena empieza dentro de uno mismo, en la paz que nace de una confianza radical. Su mensaje puede vivirse hoy en lo pequeño: en nuestra capacidad de perdonar, mantener la calma ante el conflicto, perseverar en el trabajo y no cortar el cordón umbilical que nos hace ser hijos pequeños de un Padre que nos quiere, aunque no le entendamos siempre.
Recemos con esa confianza por todos los responsables de nuestra sociedad y por nosotros y nuestras familias. Y pidamos a Santa Teresa esa mirada al mundo de sus ojos corporales y espirituales.
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