Vivimos en una época que generaliza la trivialización de la muerte, la convierte en tabú social y la ridiculiza en la cultura popular, mientras paradójicamente eleva la salud al podio del único valor indispensable. Pese a que la muerte es la única certeza que todos compartimos, preferimos relegarla, disfrazarla o silenciarla. Preguntados sobre nuestros deseos más profundos en las encuestas de fin de año o del Gordo de la Lotería pedimos la “salud” casi de forma exclusiva. Salud, dinero y amor. El miedo a morir, aunque latente, se infiltra en nuestras conversaciones, decisiones y angustias cotidianas.
En la sociedad contemporánea, la muerte es a menudo presentada de forma superficial: en los medios de comunicación, el cine y las series, se transforma en espectáculo o en un dato frío, perdiendo su dimensión humana y existencial. La vemos convertida en objeto de consumo y en una ficción, pero huimos de la reflexión profunda, la apartamos de la experiencia diaria y la privatizamos en los hospitales o en los reportajes de lugares marcados por el conflicto violento, lejos del entorno familiar y comunitario. El resultado es una cultura en la que simulamos que la vida es eterna y la felicidad debe ser ininterrumpida; mostrar tristeza o aceptar la muerte se ve casi como una traición al espíritu optimista.
Sin embargo, la muerte proyecta una presencia constante. Vivimos obsesionados por la salud —el último bastión frente al miedo terminal—, y fácilmente confundimos el bienestar físico con el sentido de la vida. La enfermedad se convierte en nuestra enemiga y el morir, en el fracaso definitivo. Esta visión genera frustración, ansiedad y soledad. El deseo de controlar lo natural acaba por alejar el significado profundo de nuestra existencia: la muerte como horizonte fundamental y, en realidad, nuestro único destino compartido. Aquí te dejo una interesante reflexión sobre la muerte.
Cuántos de nosotros o de los políticos por los que rezamos recurrimos cuando alguien fallece al halago estándar, a un bonito centro de olorosas flores o al consuelo solidario con expresiones pretendidamente cariñosas para que lleguen al difunto “allá donde quiera que esté”, obviando con frecuencia el acompañamiento espiritual de la oración o de una Eucaristía intercesora -lo único verdaderamente vital para el difunto- y cayendo en una colección de frases huecas ante un hecho que nos desborda, impotentes.
Para un creyente, la muerte no es -no puede ser- ni un final trágico ni una burla del destino, sino un paso -desconocido, sí- pero abierto a la Eternidad y al Amor. La fe no resuelve el misterio de la muerte ni elimina el dolor, pero lo transforma: lo que parecía el fin absoluto se convierte en nacimiento, regreso al Hogar y cumplimiento de la promesa. Enfrentarnos a la muerte desde esta perspectiva nos ayuda a relativizar el miedo y a llenar de sentido no solo el último día, sino cada día vivido. Porque la esperanza cristiana nos dice que la vida terrena es apenas la antesala de una realidad mayor, y que la muerte da valor, urgencia y profundidad a nuestro caminar diario. Ojalá respondiéramos de forma espontánea a cualquiera que nos preguntase sobre nuestro deseo prioritario para el futuro: “estar preparado para morir como Dios quiere”.
El calendario cristiano lo recuerda especialmente en las fiestas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos. No son días lúgubres, sino celebraciones en las que la Iglesia une el recuerdo agradecido de quienes nos precedieron con la convicción luminosa de que la muerte no es derrota, sino culminación y victoria por el Amor: Él ha vencido a la muerte. La memoria de los santos nos inspira y el recuerdo de nuestros difuntos nos consuela y nos interpela, porque los sentimos presentes en el misterio común de esa comunión que trasciende el tiempo y el espacio y también responsables de su destino eterno.
Frente a la trivialización, la ridiculización o el olvido, la actitud religiosa ante la muerte nos llama a recuperar su dignidad, a ritualizar el adiós y a dignificar la espera. En un mundo que la esconde y la teme, celebrar Todos los Santos y los Fieles Difuntos es un acto de esperanza activa y de resistencia espiritual. Porque, en última instancia, sólo quien acepta morir para Vivir puede verdaderamente aprender a estar vivo.
Recemos para que nuestros políticos y gobernantes tengan sus conciencias con la carga de sensibilidad suficiente para tener presente esa realidad.
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Fechas más señaladas para agendar este mes en el calendario:
- 1 de noviembre: Solemnidad de Todos los Santos
 - 2 de noviembre: Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos
 - 4 de noviembre: San Carlos Borromeo
 - 5 de noviembre: Sor Ángela de la Cruz
 - 6 de noviembre: Día de los mártires del S. XX // San Pedro Poveda y San Inocencio de la Inmaculada
 - 9 de noviembre: Dedicación de la Basílica de Letrán
 - 10 de noviembre: San León Magno
 - 11 de noviembre: San Martín de Tours
 - 15 de noviembre: San Alberto Magno
 - 16 de noviembre: Santa Margarita de Escocia y Santa Gertrudis
 - 17 de noviembre: Santa Isabel de Hungría
 - 18 de noviembre: Dedicación de la Basílica de S. Pedro y S. Pablo
 - 21 de noviembre: Presentación la Santísima Virgen
 - 22 de noviembre: Santa Cecilia
 - 27 de noviembre: Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa
 - 28 de noviembre: Santa Catalina Labouré
 - 30 de noviembre: Fiesta de San Andrés Apóstol
 
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